Lo
primero es abrir los ojos y el silencio. Mirar el techo. Desgano,
resignación. Silencio y mis ojos ardidos e hinchados por el desvelo.
No se cuantas horas dormí, habrán sido dos, tal vez tres, es igual.
El techo frente a mis ojos que se vuelven a cerrar por cansancio, por
inercia, es igual. Es igual el techo de este cuarto a cualquier techo
de cualquier cuarto. No se cuantas horas dormí pero se que amaneció
porque veo el techo frente a mis ojos, veo un ventanal que es igual a
cualquier ventanal de cualquier casa que da al norte, veo la luz del
sol.
Lo
primero es abrir los ojos y el silencio. Lo segundo, una cuenta
regresiva. Si son diez, si son quince o si son dos los minutos me da
igual. Me da igual porque se que va a sonar esa alarma, se que voy a
ir al baño a lavarme los ojos ardidos e hinchados por el desvelo.
Cuento quince, catorce, trece, el techo frente a mis ojos, doce,
once, el silencio, diez, nueve, mi hombro izquierdo que roza el
hombro de ese hombre que no mira el techo, ocho, siete. el silencio
se mezcla con la respiración de ese hombre que tampoco mira el
ventanal, seis, cinco, cuatro, la luz que se me clava en los ojos y
no me importa, tres, dos y el silencio es asesinado sin clemencia por
una alarma que despierta al hombre que me roza el hombro y que sin
abrir los ojos, toma mi mano y la besa. Me desligo por obligación de
esa mano que sostiene la mía, todavía tibia de tanta sábana y
edredón. El cuerpo me pesa una tolenada, o no me pesa nada, me da
igual. Me levanto de esa cama y se que es la última vez, arrastro
mis pies descalzos por el suelo de ese cuarto, que es igual a
cualquier suelo de cualquier cuarto. Arrastro mis pies por el
pasillo, arrastro mis pies por el baño. Cierro la puerta y prendo la
luz con mi mano que sostiene ahora una porción de aire helado.
Lo
primero es abrir los ojos y el silencio. Lo segundo una cuenta
regresiva. Lo tercero es el espejo. Abro los ojos, cierro los ojos.
Abro los ojos, cierro los ojos, los abro, los cierro, los abro y el
espejo. Busco en el espejo mi cara. Busco en mi cara mis ojos. Estan
ardidos e hinchados y me da igual porque mas me arde no encontrar ni
un solo motivo para sonreir. Sostengo mis ojos en el espejo que me
mira desde una cara que ya no sé si es mía, con esos ojos ardidos e
hinchados que ya no son míos porque tenerlos o no, me da igual.
Arrastro los pies por el baño y arrastro los pies por el pasillo,
entro al cuarto y arrastro los pies por el suelo buscando mi ropa y
me visto por obligación. Abro los ojos o los ojos me abren a mi,
escucho el silencio, siento en mi mano el calor de la mano de ese
hombre que mira el ventanal despidiendose de la vista al norte.
Lo
primero es abrir los ojos y el silencio. Lo segundo una cuenta
regresiva. Lo tercero es el espejo. Lo cuarto una mochila. Una
mochila de setenta litros con poca ropa. Una mochila que yo ayudé a
llenar. Una mochila con dos kgs de yerba para que el hombre que mira
el ventanal no extrañe la costumbre en la frontera. Una mochila con
una carpa y una bolsa de dormir que quien sabe cuantas playas y
montañas y caminos recorrerá. Una mochila con una carta escrita
ayerpor mis manos, estas manos que ahora sostienen una porcion de
aire, estas manos que ayer cerraron esa mochila que se lleva poca
ropa, dos kilos de yerba, una cuarpa y una bolsa de dormir, una carta
escrita ayer y los pedazos de mi entereza, de mis sonrisas y de mis
preguntas.
Lo
primero es abrir los ojos y el silencio. Lo segundo una cuenta
regresiva. Lo tercero es el espejo. Lo cuarto una mochila. Lo quinto
bajar una escalera. Arrastro los pies por la escalera cuesta abajo y
cada paso suena a roto. No se si cruje la madera de la escalera, o
crujen los añicos de mi vida entera. No se si lo que cruje es mi
ilusión desmoronandose junto con los pasos de ese hombre que baja
delante mío, como enseñandome el camino que mis pies debieran
recorrer para no crujir. Arrastro mis pies por la escalera y cada
descenso me cruje, crujo yo con la madera, todo mi cuerpo cruje en un
intento vano de demorar el próximo paso pero temo quedar demasiado
lejos de ese hombre, cruje mi cuerpo en vano en señal de protesta,
cruje en vano con desaliento y ya ni si quiera con dolor. Si cruje la
madera, la escalera, crujo yo, o la mano de ese hombre que abre la
puerta de calle, me da igual.
Lo
primero es abrir los ojos y el silencio. Lo segundo una cuenta
regresiva. Lo tercero es el espejo. Lo cuarto una mochila. Lo quinto
bajar una escalera. Lo sexto es un abrazo. Un abrazo en la puerta de
salida de esa casa. Un abrazo que guarda, que resume, que abarca y
despide el verano como un tumulto de hojarasca crepitándome la piel.
Un abrazo telaraña que se enreda entre mi pelo revuelto y que recibo
sin asombro y con derrota. Un abrazo que doy y que termina en un
temblor que desmorona edificios de concreto. Un abrazo que culmina y
trae invierno, trae lluvia, moja la tierra del sendero bajo mis pies.
ME-DA-IGUAL. Ahora todo es barro.
Lo
primero es abrir los ojos y el silencio. Lo segundo una cuenta
regresiva. Lo tercero es el espejo. Lo cuarto una mochila. Lo quinto
bajar una escalera. Lo sexto es un abrazo. Lo séptimo es el barro.
Barro que se funde con la suela de mis zapatillas y que trepa por mis
tobillos con confianza de amigo. Barro que me inunda a cada paso, que
se hace pierna cuando me alejo de aquel abrazo arrancado. Barro que
nace en el sendero junto a esa puerta que no me importa si sigue
abierta o esta cerrada porque no quiero mirar atrás. No quiero mirar
esa puerta, no quiero mirar mis pies. No quiero mirar atras. Camino
sobre el barro que me adopta como suya y me da igual. Por inercia,
indiferente, sigo el camino salpicando pedazos de mí. La
exterminación de mi sopor se vuelve barro como una montaña de
tierra acechada por un chubasco repentino. Ahora todo es barro, como
el inevitable despertar de un letargo voluntario, como cerrar un
paréntesis, como beber agua en un cuenco de barro.
Lo
primero es abrir los ojos y el silencio. Lo segundo una cuenta
regresiva. Lo tercero es el espejo. Lo cuarto una mochila. Lo quinto
bajar una escalera. Lo sexto es un abrazo. Lo séptimo es el barro.
Lo octavo cruzar un puente. El barro de mis pies deja huellas en el
concreto del puente que comienza en donde termina el sendero. Las
huellas sobre el concreto trazan el puente. Cada paso que doy me
desmorona, subo el puente y el viento me sopla, me rechaza, me quiere
devolver al sendero de barro. Subo el puente con desgano y por
obligación. Ya es inútil mirar atrás. Me da igual.
Mis
pies se arrastran en el cemento, contra el viento por el puente que
cruza sobre una anchísima autopista inundada de vehículos que
avanzan bajo mis pies. Miro mis huellas, miro el cemento, miro bajo
el puente la autopista y me detengo. Me detengo en el medio de ese
puente y me asomo a mirar la bajo mis pies. Los vehículos
desaparecen como tragados por el muro de concreto sobre el que
permanezco inmóvil, como una estatua de barro seco. El viento me
sopla la cara, me cierra los ojos y me susurra invitándome a anclar
mis pies. No quiero mirar atrás, no quiero mirar bajo mis pies. No
quiero anclarme. Sigo trazando el puente, ya no dejo huellas. El
barro de mis pies se ha secado con el viento y ahora llego al otro
extremo de ese puente con desgano porque todo me da igual.
Lo
primero es abrir los ojos y el silencio. Lo segundo una cuenta
regresiva. Lo tercero es el espejo. Lo cuarto una mochila. Lo quinto
bajar una escalera. Lo sexto es un abrazo. Lo séptimo es el barro.
Lo octavo cruzar un puente. Lo noveno es la caída. Llego al extremo
de ese puente, el viento me sopla, me aturde, pierdo y el equilibrio
y caigo. Con hastío de mi misma, reprochando mi estupidez,
detestando mi optimismo de cotillón, caigo. Miro mis manos sobre el
cemento, mis rodillas se quejan. Mis ojos escupen sin miedo todo de
mi. Me deslizo hacia el cemento como agua de montalña, desciendo por
mis mejillas como un rio lleno de furia, desciendo por mis brazos
hasta mis manos que rechazan el suelo, inundo el puente, lo inundo
todo y me escurrocomo una catarata hacia la autopista. Soy una
cortina de agua, soy tempestad que arrastra como piedras a esos
autos, en esa autopista bajo ese puente. Soy un río tormentoso que
ahora cesa de repente su flujo como cesa la tormenta cuando ya no
queda agua.
Lo
primero es abrir los ojos y el silencio. Lo segundo una cuenta
regresiva. Lo tercero es el espejo. Lo cuarto una mochila. Lo quinto
bajar una escalera. Lo sexto es un abrazo. Lo séptimo es el barro.
Lo octavo cruzar un puente. Lo noveno la caída. Lo último,
levantarse. Levantarse cuando ya no queda nada. Empujar con las manos
el cemento, rechazar la fuerza de gravedad. Levantarse con los ojos
mojados, abrirlos, contar hasta diez, levantarse con los pies llenos
de barro y rechazar la fuerza de gravedad. Levantarse y desechar en
un jadeo toda evocación a esa utopía cataplasma que quedó
sepultada en el sendero de barro al otro lado del puente. Me levanto
porque ya todo me da igual. Me levanto y camino arrastrando los pies
y arrastrando mi quimera, me subo a un colectivo que desciende a la
autopista bajo el puente. Me subo a un colectivo que arrastra mi
cuerpo lleno de barro a la rutina anterior a ese paréntesis de
fantasía que se cierra con la puerta del mismo colectivo en el que
me desplomo para cerrar los ojos nuevamente, y respirar. Respirar, o
no respirar, me da igual.